Eramos felices juntos. Teníamos el mundo a nuestros pies, solía pensar. Nos queríamos como nadie, me gustaba creer. Podía pasarme la tarde entera entre sus brazos sin aburrirme y podía tirarme horas escuchándole. Me gustaba su sonrisa. Sí, esa típica cuando estaba serio y de golpe miraba hacia un lado y entonces, entonces empezaba a asomar; y cuando volvía la cara hacia mi, estaba completamente sonriente. Me gustaba su forma única de decirme que era diferente, y no rara. Y su mirada pícara cuando quería algo; con la que yo me daba cuenta que no pararía hasta conseguir lo que quisiera. Me hacía reír su forma pausada de andar aún cuando iba tarde. Y su vaganza y su pereza no me parecían más que defectos adorables. Habría estado dispuesta a ser la principesa que rescata a su princeso de la torre, porque no me importaba jugar contra el mundo por él.
Acostumbro a tener un as en la manga, porque nunca sabes que tirada de cartas te va a tocar. Pero esta vez, esta vez con él, me confié y creí que tendría suerte. Pero no fue así. Tiré los ases de mi manga por una partida con malas cartas. Y aprendí algo, que aunque lo hice después de perder la partida, lo aprendí. Que nunca te confíes.
Porque cuando otras veces era yo la que jugaba de más, esta vez fui la de menos rondas. Sus cartas fueron claramente mejores, sus ases en la manga más protegidos. Porque yo arriesgué cuando él ni siquiera se había puesto en juego, porque lo di todo cuando él ni si quiera me quería.